La Última Carta de William Flint Bunch

25 de agosto de1976.
De antemano declaro que no puedo dar fe de que los acontecimientos relatados en la mochila de
aquel extranjero sean verídicos, dado cómo se desarrolló todo desde su llegada en 1975 a Pacho,
Cundinamarca, pero, sin embargo, mi razón tiende a hacerme caer en la tentación de creerlas por
momentos. Esta carta, con mi conciencia como único testigo, la pongo tras este montón de
ladrillos en mi casa, con la esperanza de que, luego de mi muerte, solo decida el azar si debe ser
descubierta para dar con la verdad de este enigma que atraerá (que de eso no queda duda) visitas
que podrían tener igual desenlace que este, y eso no me dejaría vivir en paz, o si mejor las cosas
deben quedar en el olvido (aunque confieso que, si la noticia llegó hasta aquel país europeo, la
cosa no pinta bien). Ahora bien, doy paso a los hechos:
Lo recuerdo muy bien. Era una mañana de martes de mayo, y es importante mencionar el mes,
porque está relacionado con el motivo de visita del inglés William Flint Bunch en parte. Yo lo vi
bajarse del bus frente al parque principal 25 de agosto, puesto que yo estaba en una diligencia y
venía de regreso a la alcaldía. Todos los curiosos lo miramos. Tenía dos grandes maletas en la
espalda, vestimenta de aventurero y era un caucásico alto de no más de 35 años. Dio la casualidad
de que, cuando descendió del vehículo, el ciudadano más cercano era yo, por lo que me preguntó
en un español bastante golpeado por su acento que si le podía indicar dónde quedaba la oficina de
la Sociedad Histórica de Pacho, a lo que yo respondí que precisamente era el director e iba para
allá, y que podía hablarme en inglés sin problema.
En la corta caminata hasta la Alcaldía me contó su nombre, que venía de Inglaterra y que era su
primera vez en el pueblo, mas no en Colombia. Yo solo alcancé a presentarme. Francisco, le dije,
cuando llegamos a la oficina y lo presenté con Guillermo. No siendo más nos contó el motivo de su
visita de la manera más peculiar. De su maleta sacó una carpeta de cartón, la abrió y nos la dio. Leí
el título de la primera página. Se trataba del poema La flor de mayo de la poetisa pachuna Isabel
Bunch. De inmediato lo entendimos. Guillermo y yo lo miramos con sorpresa y él asintió sonriente.
Nos contó que era pariente de la poetisa y hasta mostró orgulloso un mapa genealógico que
también estaba en la carpeta. No obstante, este no era el motivo directo de estar aquí. Quería
conocer la historia y ubicación del Horno de La Ferrería, o más bien las ruinas de lo quedaba del
siglo pasado de la que fuera la cuna de la siderurgia en Suramérica, cuya administración en una de
sus épocas más exitosas estuvo en manos del padre de Isabel, don Roberto Bunch. Con esto
justificó que era un poeta que quería regresar a sus raíces para inspirarse y dar a conocer a
nuestro olvidado municipio al mundo. Guillermo y yo estuvimos encantados y no tardamos en
llevarlo ese mismo día a los vestigios del horno. Todo iba bien hasta aquí, pero cuando nos
adentramos en una de las cavidades del horno de ladrillos naranja, notamos indicios de un
comportamiento extraño. Por momentos, el señor Flint no prestaba la más mínima atención a
nuestro recuento de la importancia de la llegada a Pacho del mineralogista alemán Jacobo
Benjamín Wiesner en 1814. En cambio, casi que escarbaba con esos ojos claros la tierra del predio
de un lado a otro. Tanto fue así que nos quedamos en silencio un rato hasta que el extranjero se
percató. Pidió disculpas y argumentó que se encontraba muy emocionado y no sabía qué mirar,
porque todo le parecía hermoso y le atraía. Le creímos.
Sin embargo, el comportamiento continuó hasta cuando salimos de la cavidad, paseamos un rato
e hicimos referencia a los trabajadores extranjeros que hubo allí por aquellos tiempos. De
inmediato nos miró serio, especialmente cuando dijimos que, además de muchos pachunos,
abundaron ingleses, franceses y hasta polacos y alemanes. Fuera de esto, el resto del día fue
normal. Ya de vuelta, hizo el pedido expreso de que lo ubicáramos en el hotel más cercano posible
al horno, algo completamente entendible. Le recomendamos uno relativamente cerca. Luego lo
llevamos al mejor restaurante del pueblo y pudimos comprobar que tenía un apetito voraz, en
consecuencia, hablando poco e insistió en muchas preguntas de nosotros. Guillermo y yo
resultamos entrevistados y no él. A partir de aquí, los indicios de algo más allá de la poesía
crecieron.
Esa misma tarde, luego de dejarlo de vuelta en el hotel, decidimos con Guillermo y Álvaro, quien
se encontraba regresando de Bogotá cuando estábamos con Flint, ir al segundo día al hotel a
visitar al inglés, para que no se sintiera agobiado por nosotros ni desamparado, ver cómo estaba,
qué se le ofrecía y preguntarle si estaría dispuesto a brindarnos alguna nota para el periódico
municipal. En el transcurso de esos días no supimos nada de William Flint. Pasados los días, fuimos
hasta el hotel, pero grande fue la sorpresa cuando la señorita recepcionista nos indicó que el
mismo día que el extranjero regresó de estar con nosotros, tan solo un par de horas después de
estar en su cuarto había salido y le había dicho que por favor no se preocuparan por él, que iba a
estar bien. Quedamos más confundidos que sorprendidos.
—Después de todo, es un poeta —comenté yo—. Solo podemos esperar.
Pero la preocupación duró poco al verlo entrar al hotel. Venía sonriente, con una gran maleta a
espaldas y con las botas llenas de tierra. Nos saludó muy sonriente, le presentamos a Álvaro y nos
comentó que todo estaba bien, además de no dudar en acceder a darnos no una, sino varias notas
para el periódico, a lo que Guillermo acertó al preguntarle cuánto pensaba quedarse. El señor Flint
respondió que en realidad no lo sabía, porque el municipio le parecía muy acogedor. Por último, le
dijimos si podíamos ayudarlo en algo. Solamente nos hizo una petición: poder acceder a los
archivos históricos para conocer más del horno y del pueblo. No pudimos negarnos. Lo invitamos a
almorzar y dijo que iba a estar ocupado, pero que después seguro. Eso fue todo.
Al día siguiente llegó muy temprano a la oficina, pero algo era diferente. Noté que sudaba y se
frotaba las manos demasiado. Hablaba muy rápido y solo lo necesario, sin dar espacio para que la
conversación fluyera. Era claro: quería entrar de inmediato, pero tenía que esperar a que
abriéramos la puerta de seguridad. Los archivos reposan bajo el más esmerado cuidado en un
salón sin ventanas junto a la oficina, detrás de una puerta de bóveda bancaria. Mientras yo daba
los giros para desbloquear el sistema de la puerta, todos notamos que ahora movía las manos y un
pie de la manera más frenética y, por la cercanía, noté que el sudor le empapaba el rostro y cuello.
Con toda la pena del mundo le pedí el favor de cuidar los documentos. Respondió
afirmativamente pero tan rápido que sentí que casi se atraganta con su respuesta. Abrí la puerta y
entramos al salón. Le mostré las carpetas y le indiqué en cuáles sectores podía encontrar
específicamente los datos del Horno de la Ferrería, y hasta ahí lo acompañé. Me asusté por su
silencio, quietud y esa mirada fría que puso en los archivos. Estaba claro que quería que me fuera,
y así lo hice.
Dejé la puerta de bóveda sin seguro. Le iba a avisar, pero al verlo hurgar febrilmente, desistí y
supuse que era obvio. Al regresar a la oficina, Guillermo y Antonio detuvieron sus máquinas de
escribir y me miraron en silencio.
—Es algo impaciente, pero se ve que es una buena persona —expliqué.
Ellos estuvieron de acuerdo, pero pactamos revisar a escondidas si trataba los documentos como
se lo merecían, porque eso era lo que realmente nos preocupaba. De la mirada, la sudoración
excesiva y su silencio, preferí guardármelos solo para mí. Todos regresamos a nuestras máquinas y
el golpeteo de sus caracteres y encendimos el radio. Estaba sonando El Toche de La Ferrería.
Apenas la canción acabó, hubo un estruendo seco proveniente del salón de archivos y todos nos
miramos, nos agarramos la cabeza y fuimos a abrir la puerta. Se le había caído una caja de madera
con archivos de la parte más alta de un estante. El alma nos volvió al cuerpo. La caja ahora tenía
algunas fracturas, pero los archivos estaban bien y William los recogió todos antes de que
pudiéramos llegar al sitio. Estaba muy sonrojado y sudado, pero sus movimientos ansiosos y la
mirada fría habían desaparecido. Le dijimos que no se preocupara, que a cualquiera le podía pasar
y le indiqué que la escalera estaba al fondo, detrás del último estante. Le hicimos saber que podía
consultarnos sin pena por cualquier asuntó y nos fuimos. No obstante, preferimos apagar el radio
para poder estar atentos a sus movimientos.
Flint se negó a comer algo sobre las 10 de la mañana y se quedó un rato callado cuando le dije que
durante la hora de almuerzo nadie podía estar en la sala de archivos, pero accedió. Lo invitamos a
almorzar y resultó pagando él por todos. Le preguntamos cómo iba con su investigación y dijo que
había muchos datos interesantes, aunque no nos dijo cuáles, pero si nos pidió que si podía volver a
los archivos en los siguientes días. Aceptamos. A la vuelta, siguió internado en el salón hasta que
cerramos. Fueron varias semanas en las que llegaba a veces más temprano de lo que debía y se iba
hasta cuando se lo pedimos. Pero su aspecto cambió con cada día. Cada vez venía más ojeroso,
con los ojos más irritados y hablaba menos en cada almuerzo. Incluso una vez el alcalde y varios
concejales fueron a conocerlo, pero igual que la primera vez con Guillermo y yo, ellos resultaron
interrogados. Mas nunca abandonó sus modales ni fue grosero con nadie.
A mediados de junio se escuchó un grito de rabia desde la sala de archivos. Esperamos a que
saliera, pero no fue así. Vinieron más gritos, palabras ininteligibles en voz baja y hasta algunos
golpes (por fortuna en las demás oficinas no era posible escuchar fácilmente lo que ocurría allí), y
muy claro escuchamos una grosería en inglés que se quedó a medias. Por fin, luego de un lapso
silencioso salió muy desarreglado y decaído. Pareció que hubiese tenido una pelea. Pidió agua,
como novedad, y explicó que iba a descansar en la tarde, algo entendible después. De nuevo pidió
agua y no se iba. Nos miraba serio. Le hicimos varias preguntas relacionadas con su investigación
histórica y solo respondió que iba bien y que los poemas iban por buen camino.
—Me complace saber que no va a escribir solamente un poema —apuntó Guillermo.
—Oh, vaya que sí. Hay demasiados datos inspiradores allí. De hecho, llegué a un punto de
éxtasis máxima — dijo William y, al parecer, con eso también justificaba su raro actuar.
El hombre siguió en la oficina de pie, mirándonos por un largo rato. Aquello me provocó una gran
tensión, me estresó. Así que para sentirme mejor fui a asegurar la puerta de bóveda. El extranjero
me miró, o más bien, detalló cómo era la clave de la puerta. Lo había notado varias veces, pero esa
tenía algo especial. Fue como la primera vez, una mirada fría. Lo vi de reojo y sentí el mismo temor
como aquella vez. Y se fue. Me pareció irracional comentar esto a mis colegas. Pensé que era solo
mi imaginación y que todos nos comportamos diferente, más él siendo europeo —aunque
confieso que nunca conocí alguien con esa mirada fría, muerta, en mis viajes al extranjero. Y como
no soy escritor, lamento no poder describirla mejor —, pero después lo lamenté.
Pasó un mes y el señor Flint no volvió. Sinceramente muchas veces pensamos que ya se había ido
del pueblo, para al final llegar a las mismas dos hipótesis. Un extranjero y además poeta no era
capaz de irse sin despedirse, o podía tratarse de que estaba concentrado en sus poemas. Una vez
se nos pasó por la cabeza que tal vez fuimos inadecuados en alguna ocasión con algún comentario,
son cosas que suelen pasar, pero no teníamos presente ningún momento así. Finalmente hice caso
a mi llamado de responsabilidad —y curiosidad, claro— y un sábado de julio terminé yendo solo al
hotel para salir de dudas. Lo que me contó la recepcionista me dejó tranquilo. William seguía en el
hotel y hasta me dijo que era buena gente, porque siempre la saludaba muy cordialmente. Según
ella, únicamente lo veía salir a la hora del almuerzo. Solo una vez, hace ya varias semanas, lo vio
salir tarde en la noche cuando ella tuvo que ir al baño, pero él no la alcanzó a ver, y aseguró que
no supo a qué hora volvió, porque al otro día lo vio salir nuevamente a la hora del almuerzo.
Era muy probable que el inglés estuviera concentrado en sus poemas, y me dio pena
interrumpirlo. Pero quería que supiera que seguíamos pendientes de él. No quería dejar una mala
impresión, así que pedí permiso y subí hasta la habitación. Cuando llamé a su puerta, en el
resquicio entre suelo y pared me pareció ver que una sombra se movió, pero no estaba seguro.
—¿Sí? —dijo Flint—¿señora Blanca?
—No, señor—respondí—. Soy Francisco, de la Sociedad Histórica.
—Oh, señor Francisco, qué gusto escucharlo. Deme un momento.
Mi sospecha se confirmó al ver, aunque casi imperceptible, el simple borde de una sombra bajo la
puerta desaparecer lentamente. Supe entonces que me había estado mirando por la mirilla de la
puerta. Confieso que pensé que se trataba de una broma y por eso le seguí el juego.
—Seguro—respondí—, con gusto.
A continuación, se escuchó al señor Flint corriendo una silla descaradamente y después acercarse
a la puerta pisando fuerte, sin cuidado. Abrió la puerta y me recibió con una gran sonrisa. De
inmediato noté que sus ojeras habían empeorado y hasta se veía más delgado, pero lo pasé por
alto. Nos saludamos como si nada y me invitó a pasar. El cuarto no tenía nada de raro. Había una
mesa con hojas encima, pero no ojeé por respeto. Me quedé en la entrada y fui directo al grano. Él
me dijo que estaba bien y, aunque preferí no preguntárselo, se excusó por su ausencia en el salón
de archivos diciendo que ya había leído todo lo que necesitaba y estaba concentrado en los
poemas. No queriendo yo llegar a molestarlo, me despedí con la esperanza de que me dijera algo
alusivo a la espiada que me había hecho hace uno momentos, pero solo nos dimos la mano y me
fui. Cuando cerré la puerta, me quedé unos segundos frente a esta y barajé dos opciones
mentalmente: algo tramaba William Flint, o yo me estaba volviendo un paranoico. En un instante
caí en cuenta de algo más. No había escuchado los pasos de Flint alejarse de la puerta, y al mirar
de nuevo el resquicio de la puerta, ahí estaba de nuevo la sombra de William Flint. Un frío me
subió por la espina dorsal. Quedé pálido, eso es seguro. Solo pude evitar que viera mi rostro con la
patética idea de agacharme a revisar si mis zapatos estaban limpios y bien amarrados. ¿Qué juego
se traía el señor Flint, no le gustaba que la gente se entrometiera en su privacidad mientras
escribía, o era que acaso le caía mal? No lo sabía, pero lo que pasó a continuación me hizo sentir
una verdadera preocupación.
Siempre he creído que todos tenemos una misión y/o destino aquí, y lo que pasó el lunes
inmediato a esa visita del sábado me hizo reafirmar aún más esta creencia. Como cada cierto
tiempo, los archivos históricos no solamente deben cuidarse para su conservación, sino que
también deben añadirse nuevos registros cada año. Cómo es la vida que cuando uno tiene que
saber algo, ella misma conspira. Ese día Álvaro estaba de diligencia en Bogotá y Guillermo tenía
mucho trabajo. Tuve que ir yo, tomándolo como una oportunidad de despejarme del sábado
anterior. Como cada año, se debían fotografiar los lugares representativos del municipio para
enviar el informe al archivo histórico nacional en Bogotá. La tarea me tomaría al menos 3 días.
Todos los pachunos sabemos que, aunque pequeño en zona urbana, el pueblo tiene una extensión
rural considerable. El primer día fotografié la alcaldía, los parques cercanos, la plaza de mercado,
el hospital, la casa de la cultura y la plaza de toros. El segundo día fui hasta el letrero de piedra
incrustado en la montaña que dice “Dios ve” con grandes letras blancas. Eso me consumió la
mañana, disfruté la caminata. Por la tarde fui al horno. Pasé por el dichoso hotel y, preso de mi
sugestión, no pude evitar mirar si el inglés me vigilaba desde la ventana del hotel. Ni rastro del
poeta. Y por fin llegué. Casi me desmayo. ¡La capacidad de la mente humana para enlazar indicios
es increíble! Pero cuando esta es empujada por la paranoia, tiende a errar. Este no fue el caso. Me
adentré en el terreno. El pasto había crecido bastante desde la última vez. En un momento los vi.
Huecos, huecos grandes como parches desordenados mientras más me acercaba a las ruinas. No
eran superficiales, eran muy profundos. Saqué la cámara y, en lugar de fotografiar las ruinas,
fotografié los huecos. Y solo pensé en un sospechoso: William Flint Bunch, el poeta.
De inmediato me fui para la oficina. Cuando Álvaro me vio, dejó tirado su escritorio y me preguntó
si todo estaba bien.
—Esperemos a que llegue Guillermo. Si no, va a pensar que estoy loco.
La vida conspiró una vez más. La diligencia de Guillermo en Bogotá fue mucho más rápida de lo
normal y llegó a la oficina cuando aún yo no me reponía. Al ver las fotos, llegó a la misma
conclusión que yo. La mirada perdida del inglés el día que fuimos al Horno de la Ferrería no iba a
lugares al azar, iba a donde estaban los huecos. Luego de esto, les conté lo ocurrido en el salón de
archivos y el hotel. Muchas hipótesis pasaron por esa oficina.
—¿Qué tal está Inglaterra de hierro? —apuntó Álvaro.
Pero Guillermo descartó la idea.
—Avisemos a la policía—propuse.
—No tenemos evidencia—advirtió Álvaro—. Podríamos hacer que lo aceche la policía, pero si
resulta que todo es una coincidencia, u oculta todo perfectamente, el país, y sobre todo Pacho,
será el objetivo de todo tipo de burlas y críticas. Incluso de señalamientos xenófobos. Ya conocen
la prensa. El poco turismo se esfumaría.
—Y él lo sabe, sabe que no llamaremos a la policía—añadió Guillermo.
—Entonces debemos atraparlo—dije, levantando la cámara.
Ese día dedujimos que iba en busca de la explotación de algún recurso natural, probablemente
petróleo. En ese caso, teníamos que defender la biodiversidad como fuera. Para aquel que esté
leyendo esto, ya lo sé, todos lo supimos ese día, aquella explicación era de todo menos realista.
Todos saben que para determinar si hay petróleo se necesitan excavaciones inmensamente
profundas, no lo que había cerca al horno, además de que no encajaba con el comportamiento
extraño del inglés en el salón de archivos y el hotel. Todo fue un pacto para calmar los ánimos.
Ninguno de los tres esperaba lo que venía.
Sin embargo, sacamos unas deducciones muy interesantes. Sin duda, el hombre habría notado que
ni locales ni turistas se interesan por conocer las ruinas del horno. El inglés se debía estar sintiendo
libre, confiado. Lastimosamente nunca bendije tanto la falta de interés de la gente por nuestra
propia historia como aquella vez, porque podríamos actuar sigilosamente. Además, nunca le
contamos que enviamos los informes anuales de los sitios históricos a Bogotá, por lo que era
imposible que él supiera que por aquellas fechas hacíamos esas tareas apoyándose únicamente en
la información que leyó en el salón de archivos. La estrategia fue esa, seguir como si nada, pero
atraparlo esa misma noche en el acto de la excavación. Fuimos a pie por obvias razones a
medianoche. Ni rastro del inglés. Al día siguiente, fuimos temprano a tomar la foto del horno que
faltaba, en un carro prestado, para no levantar sospechas. Miramos las ventanas del hotel. Nada.
Todo estaba como el día anterior. Seguimos la carretera hacia el próximo destino histórico, la
Torre de los Indios.
Como siempre, ni rastro humano, verde por donde se mire, y eso sí, una neblina mañanera que
avisa del frío brutal que termina por vencer la misma larga caminata. Y allí, en la lejanía, estaba.
Algunos dicen que es de origen natural, otros siguen creyendo en que los nativos lograron
acomodar aquellas gigantescas rocas una sobre otra, aunque no se pueden imaginar cómo. Por mí
parte, prefiero el misterio. Y un misterio fue lo que encontramos ese día. Lo que ocurrió fue que
después de la foto y de sentarnos a disfrutar del paisaje con un café caliente, se me cayó el
sombrero en una bajada al lado de la Torre, al lado de un cuerpo humano. Todos quedamos
paralizados. La carga de todo lo que venía pasando reactivó mi paranoia y miré hacia todos lados,
pensando lo peor.
—¡Está vivo, está vivo! —dijo Álvaro corriendo. Volví en mí.
Efectivamente estaba vivo. Inconsciente, sucio, respiraba con dificultad, apretaba los puños con
firmeza y, no soy médico, pero debió estar por los 40°C. Sí, era él: William Flint. No creo que exista
alguien que haya regresado tan rápido desde la Torre hasta la carretera como nosotros en aquella
ocasión. Lo llevamos en hombros con Guillermo y Álvaro se adelantó hasta el carro. Hubo un
momento en que el inglés empezó a quejarse mientras balbuceaba cosas incomprensibles y
apretaba más los puños. No fuimos directo al hospital, porque, como todos en el pueblo saben, el
médico boticario Morales es el mejor de lejos. En un momento lo examinó, le puso suero de
urgencia y nos ordenó hacerle tomar una mezcla de hierbas. En la tarde ya le había bajado la
fiebre, pero seguía sin despertar. William empezó a sudar frío y a quejarse, sufriendo sin duda.
Don Morales le siguió observando detenidamente hasta que advirtió algo.
—Tiene algo en la mano—señaló.
El médico tenía razón. Se alcanzaba a ver un brillo dentro de la mano apretada. Nos hizo ponernos
guantes por precaución y entre los tres le abrimos la mano —pero confieso que no pensé que
alguien, ni siquiera despierto, tuviera tanta fuerza—. Lo que apretaba era un pequeño trozo de
roca azul metálico, que, al retirárselo, pareció ocasionar que el inglés dejara por fin de sudar y
quejarse. La palma de Flint cortada en muchos lugares quedó al descubierto. Mas nadie supo qué
era ese mineral. Don Morales estaba examinando la roca bajo el microscopio cuando volteó a
mirar a su paciente y se la escondió en un bolsillo de repente.
—Va a despertar—presagió.
Su profecía se cumplió al instante. El inglés preguntó dónde estaba a gritos. Le intentamos calmar,
pero nos fue imposible. Se quitó de un tirón el catéter y no se arrancó el vendaje de la mano
porque pareció ser demasiado doloroso. Preferimos no obligarlo a nada y salió de la casa del
médico como un loco con harapos. Lo único que le grité en inglés fue que siguiera derecho para
encontrar la carretera al hotel. Una semana después supimos que sí regresó a la posada.
Guillermo estaba en la oficina de correos en la estación de buses cuando lo reconoció. Estaba sin
afeitar, con mirada nerviosa y los mismos trapos sucios encima. Tres días después llegó la
recepcionista del hotel a la oficina de la sociedad. Lo que nos contó nos dejó peor de lo que ya
estábamos.
—No deja que nadie entre a hacerle aseo al cuarto. Pide que le dejen la comida en la puerta—
dijo—. A veces lo escucho llorar y gritar. Hay veces que solo golpea las paredes y grita cosas que
no entiendo.
No tuvimos de otra. Le avisamos solo lo completamente necesario a la policía, es decir, que era un
turista poeta inglés que de repente habíamos encontrado de casualidad en la Torre y que parecía
que había perdido el juicio. Las autoridades fueron ese mismo día hasta el hotel a buscarle. Flint
no quiso abrirles la puerta y pidió en español que lo dejaran en paz, por favor, y que lo disculparan
por los golpes en la habitación. Pasaron dos días y de nuevo la vida conspiró. Iba para la oficina
luego de llevar unos documentos a la Casa de la Cultura y lo vi en el mismo lugar donde todo
empezó en mayo. No me saludó. Pensé reconocer esa mirada que alguna vez me heló la sangre en
el salón de archivos, pero era diferente, era una mirada de ausencia, de las que te recuerdan que
estás vivo y lo agradeces. De no ser por el sol que estaba haciendo ese día, no habría sido raro que
llevara puesta una chaqueta y guantes. Pero además de eso pude notar que traía el cuello
envuelto en vendas. Fue el último día que lo vi. Cruzó directo a la estación de buses. Guillermo lo
vio dos semanas más, siempre hacia la estación de bus—también sintió lo mismo al darse cuenta
de su mirada—. Lo extraño era que cada vez iba más vendado. Mi compañero cuenta que la última
vez tenía prácticamente el rostro tapado, además de unas gafas oscuras grandes. Desde ese
momento nadie lo volvió a ver, así que poco a poco nos olvidamos del tema. En el momento en
que estoy escribiendo este relato, sigo creyendo que la gente del pueblo no dijo nada acerca del
extranjero, al menos públicamente para que se expandiera por la prensa, porque sintieron lo
mismo que yo al mirarlo, ese pesar que cala en la burla y hace callar por agradecimiento.
Pasó una semana y la recepcionista del hotel nos recordó a los 3 el dilema con el inglés. Esta vez
dijo que hace una semana no lo escuchaba ni caminar en el cuarto.
—Los últimos días solo lloraba.
También reveló que hace varias semanas no pagaba el alquiler, pero no quería causar más
problemas ni dañar la imagen del hotel. Entendible. Así que fuimos con la policía y forzamos la
puerta. Entre la penumbra vimos el impresionante nivel de polvo. Había ropa desparramada en la
silla del escritorio con capaz de suciedad. Parece que hace varias semanas no abría las ventanas y
un olor de hierro y carbón estaba impregnado en todo. Pero no había cuerpo o rastro del poeta.
En cambio, había una carta arrugada con letra horrible en el suelo, como cuando se escribe con
afán y el sueño está por vencer. La policía entró al baño del cuarto, mientras que Álvaro encendió
la luz antes de que yo lograra correr las cortinas. Álvaro señaló la silla del escritorio y lo entendí.
Estoy seguro de mi salud mental, aunque sé que ustedes la pondrán en duda. Era el cuerpo de
William Flint Bunch. Su ropa y vendas estaban llenas de polvo de suciedad, eso es verdad, pero
solo superficialmente. Lo demás era polvo del color de la misma roca metálica azul que le sacamos
por la fuerza de la mano. Era su cuerpo. Todo su cuerpo hecho polvo. Sus botas estaban repletas, y
para confirmar que no estábamos locos, su cabellera estaba revuelta entre el polvo azul. Ahí
entendí su mirada. Era un muerto en vida.
Ese día lo juramos, juramos no hacer ningún expediente oficial, nada. Don Morales botó el trozo
de roca al río. Fue una reunión sin precedentes en el municipio, una reunión que nunca ocurrió
por el bien del pueblo. Pero las revelaciones no acaban aquí. La policía rastreó el nombre del
extranjero y se descubrió que nunca entró al país alguien con ese nombre, y que el número de la
identificación era falso. Nunca existió el poeta William Flint Bunch. Nunca sabremos para qué usó
aquella estrategia, y ni deseo saberlo. En cuanto a la carta encontrada, estaba en inglés
garabateado, pero logré descifrar algunas frases sueltas. Decía así:
Hoy más que nunca quiero vivir.
(no entendí lo que escribió en esta línea).
Maestro, perdóneme. Debí hacerle caso.
La infección se propagó mucho más rápido.
(no entendí lo que escribió en esta línea).
Véngueme (le faltó escribir la última letra. En su lugar, una raya quedó en la hoja. Probablemente
la muerte no lo esperó más).
Que al final escribiera Véngueme me quitó todas las ganas de investigar qué cosa pudo volver a
alguien así, acabarlo así, sin más nada. Hubiera querido que todo acabara allí, pero no. Después de
hacer el levantamiento en secreto, se encontraron unos documentos extraños. Cientos de cartas
de los antiguos obreros del Horno. Había simples cartas de permisos de incapacidad, informes de
pago, etc., nada sospechoso. El falso poeta se los robó del salón de archivos. El hallazgo encajó
perfecto con la mirada extraña que había notado el día que se quedó a ver cuál era la clave de
seguridad. Llegué a esa conclusión después de 4 sucesos en menos de 2 horas. Estaba regresando
los documentos al salón de archivos, y al acomodarlos en orden de numeración de folio, noté que
faltaba uno. Antes de pensar cuál documento podía ser, sonó el teléfono: Era la policía. Hubo tres
hallazgos. El primero: se supo que las cartas que enviaba el extranjero iban dirigidas a una
dirección improbable en Angeln, una península alemana. Cada envío debió costar una fortuna. El
segundo: secretamente la policía fue hasta la Torre y encontró un revolver con una bala. Ni rastro
de las demás. El tercero: doblada y sucia como una servilleta usada, encontraron un documento
en el bolsillo del pantalón que llevó hasta el día de su muerte. Fui de inmediato a ver el
documento. No reconocí el idioma. Me valí de mi biblioteca personal para descubrir que era
alemán, pero la antigüedad de la hoja y la endiablada caligrafía me han protegido de saber más de
lo que se debe. Solo puede obtener cuatro pedazos. El destino conspiró de nuevo:
Torre.
Hombre inmortal.
Lágrimas.
Azul.
Fue más que suficiente para hacerme una idea de lo que le ocurrió a aquel desgraciado: hay algo
en la Torre, algo vivo, y el falso poeta fue directo a buscarlo. ¿Qué era y dónde estaba ese
mineral? La lógica lleva a pensar que en los huecos que encontramos, pero no pienso ir a
averiguarlo. A todos los que eran conscientes de la situación les dije que no logré traducir nada del
documento. Y por eso hago estas declaraciones. No me parece justo que nunca se sepa, pero me
mantengo en posición de dejar todo al azar como legitimo juez. De lo contrario, si nadie encuentra
esta carta, los pocos que supieron algo del asunto siempre se quedarán con la última carta del
falso William Flint Bunch.
Autor: David Silva Cárdenas

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